El Dorado.
Veía a los ancianos empujar la balsa con una fuerza que nadie creería que tenían. Nos veía adentrarnos en la laguna, en el agua sagrada. Desde niño había querido descubrir qué era El Dorado del que había escuchado hablar a los ancestros; me preparé arduamente para el momento más importante de mi vida: para este momento. Y a tan sólo minutos de conocer mi destino las palmas me sudaban con nerviosismo, y los viejos -entre los cuales se encontraba mi propio abuelo- parecían fantasmas. En lo que pareció un segundo, los cielos se abrieron y la luz del sol nos golpeó e impactó el agua, que resplandeció como si el oro fuera ella y no lo que impregnaba y colgaba de mi cuerpo en ese instante. Era el momento, la señal de los dioses. Tomé mucho aire y me lancé al agua que segundos antes me había aterrado; y al impactar la húmeda superficie algo cambió: me sentí vivo, estaba tocando la vida. Dejé ir las estatuillas que cargaba en las manos, y el agua limpió el oro de mi cuerpo. Abrí los ojos y descubrí lo que por tanto tiempo me había aquejado, descubrí qué era El Dorado... El Dorado era la vida.
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